miércoles, octubre 27, 2004

Cuando el suelo se cubra de yodo

Mientras la lluvia se adhería a mi cuerpo y en mi mente se diluían los recuerdos, el camino hacia Araucarias se asomaba interminable. Era tan gris mi noche que decidí faltar por primera vez al gimnasio y hallar refugio en el pasto mojado de un parque cercano. Preferí meditar, hundirme en mí por un par de horas, como cuando uno presiona con el índice un globo inflado y el dedo intruso envuelto en látex lo penetra hasta casi ocasionar su estallido... así me sentía. Perforado por el desánimo y un vacío recurrentes. Asi han sido mis últimos días en la ciudad de la perenne llovizna. Logrando conciliar el sueño hasta muy entrada la madrugada y despertando con cien interrogantes del Yo en la carne de mis labios, que con su cualidad de espina se clavan no sólo en la carnosidad de un cerebro o un corazón, sino también en el alma. Por eso el pasto húmedo se sentía bien. Las bondades de la naturaleza me dan tranquilidad, y unos cuantos litros de agua sobre de mí, a lo sumo me provocarían un resfriado (pero qué importa eso si a costa de ello el milagro de la lluvia arrastraría mi tristeza por el mismo canal donde se pierde el agua al borde de la acera). Lo siento por las ratas de las alcantarillas, qué culpa tienen ellas de mojarse con mi dolor cuando –irónicamente- ellas se refugian de la porquería que resulta a veces el mundo que se mueve sobre de ellas. Observaba mis manos y las líneas que en ellas llevo tatuadas. Me dibujaba un devenir más nítido. Se me ocurrió no pensar en nada. Concentrarme sólo en el silencio. Lo imaginaba esquivando los autos y árboles del boulevard. El ruido de los claxons, dos que tres transeúntes que, con sus inútiles sombrillas, pasaban cerca de ahí. Esquivando también los arbustos que rodeaban el parque y hasta el perro famélico que fue a sentarse junto a mí como si yo fuera su único refugio, no de la lluvia, sino de la soledad. Al fin llegó el silencio a mis oídos. El poder de la abstracción es un juego milagroso. Alcé la cabeza y por unos instantes las gotas perdieron su transparencia. Miles de gotas, plateadas como navajas, nos golpearon el rostro, el cuerpo y a mi reciente amigo, el lomo. No nos importó. El pasto era nuestra alfombra. Magia... pudimos volar. El silencio viajó con nosotros. Desde lo alto observamos el mundo y envidiamos a las ratas en sus alcantarillas. La lluvia ya no nos mojaba, estaba debajo de nosotros y fue en ese instante cuando recordaba mi estancia en las montañas del norte de Nueva York, cuando el mundo me quedaba chico y la gloria se desparramaba de mis bolsillos. Tiempos de pugna por la conquista de mis sueños. Cuando aquel que era yo tenía el corazón y los ojos limpios de hastío y el futuro se dibujaba excelso en el horizonte, al final de aquel inmenso lago que fuera mi guarida por tres meses. Y hoy me recuerdo como después de un rato de encorvarnos y empaparnos hasta los huesos, el silencio se apiadó de nosotros, dejando entrar el eco interminable de decenas de gotas panzonas que escurrían de las hojas de una planta próxima. El perro me miró triste y se adelantó a su destino. Yo me quedé solo un momento más, observando como goteaba aquella planta mientras que su sonido me pareciera un secreteo del tiempo avisándome la fehaciente presencia de mi letargo. Mientras que mi subconciente me bombardeaba con preguntas: ¿en qué momento se oxidaron mis sueños? ¿en qué instante el óxido sembró astillas de cristal en mi pecho? ¿cuándo el muslo de la indiferencia me sedujo hasta gangrenarme el presente? y ¿cuando sucedió la traición del que late en mí y espolvorea una especie de arsénico en las heridas? esas llagas que queman como soles, que necesitan ser desinfectadas. Me retiré del parque aquel con el peso de la lluvia a cuestas y la ropa pegada a la piel. También con el peso de mis deudas, esas que le debo a este que inexcusablemente, soy ahora. Ya rumbo a casa, noté como los automovilistas se liberaban del encierro de su caparazón de fierros y cristales, y percibí el morbo de algunos de ellos que me miraban intrigados, mientras que yo, escurriendo los restos de mi tedio, ya solamente me preguntaba cuánto tendría que esperar para salir a la calle e internarme en la próxima lluvia...