martes, abril 27, 2004

De náufrago por la ciudad

Ayer salí a caminar por Xalapa, a mis calles de siempre, con sus árboles de siempre, e inevitablemente, la lluvia de siempre. Empapado hasta la sangre no podía dejar de caminar. El agua de la lluvia iba abriéndose paso por doquier, mojando hasta el más profundo recoveco. Tomé la calle empedrada que siempre me seduce. Me hipnotiza observar el brillo que adquieren las piedras cuando esa ligera capa líquida las cubre. Puedo ver el reflejo de los faroles en la acera y mi rostro deformado en la penumbra de los charcos. Me gusta seguir el llamado del brillo lunar que me susurra desde el suelo mientras la noche y 200 litros de agua me envuelven de la cabeza hasta los zapatos. Me atrae la lluvia y a ella le gusta mojarse con mi piel, por eso vino anoche a visitarme. Me pidió que la siguiera y la seguí un rato por las calles, dando vuelta en las esquinas mientras jugaba a esconderse en los techos y las alcantarillas. Me gusta estar solo con ella, con ayuno de mujer, de personas afines y de soles. Sólo mis rodillas, el murmullo de mis dientes, la bruma semiespesa colándose a mis branqueas, la mirada húmeda y la voz de ella que me ragala su llanto y el frío. Así paseamos juntos, ella y yo... sin el futuro y el ayer, sin haber sido y sin dejar de ser. Sólo el asfalto, los grillos de siempre en su guarida y ese chorro de vida que se cae desde arriba... sin dioses, sin lecho de mujer, sólo agua... lluvia.